Los derechos de autor sobre la obra del novelista irlandés
James Joyce expiraron en el 2012. La noticia acabó con la censura que su nieto
Stephen ejerció durante décadas contra un conjunto de textos que consideraba
privado. Entre estos figuran las denominadas “cartas sucias”, una colección de
apasionadas misivas que Joyce dirigiera a su pareja Nora Barnacle entre 1904 y
1909 y que, en opinión de sus exégetas, constituye una cumbre de literatura,
fetichismo, erotismo desbordado y la más cruda escatología que se le haya
conocido a un escritor occidental.
James Joyce huyó de Dublín en compañía de Nora Barnacle
durante la noche del sábado 8 de octubre de 1904. Había tenido su primera cita
amorosa con Nora, dos años menor y camarera de hotel, el 16 de junio de ese
mismo año. Ulises se publicó el 2 de febrero de 1922, día del cuadragésimo
aniversario de Joyce. El exiliado Joyce lo había escrito entre Trieste, Zúrich
y París a lo largo de siete años (1914-1921), y consagró más de 20.000 horas de
trabajo febril a la odisea de su escritura. En recuerdo del dudoso encuentro de
Joyce y Nora, la acción de esta novela enciclopédica transcurre entre las 8 de la
mañana del jueves 16 de junio y las 3:30 de la madrugada del viernes 17 de
junio de 1904. El gran fracaso de Joyce fue que Nora (una “Irlanda portátil”,
según la cariñosa caracterización de su marido) nunca leyó más allá de la
página 27 del libro. Sin embargo, todos los años desde el año del centenario de
su autor, en Dublín y en todas partes, los fanáticos del “fanático” Joyce
(según la cariñosa caracterización de Nora) festejan en esta fecha señalada la
existencia de esta novela fuera de serie.
22 Noviembre 1909
44 Fontenoy Street, Dublín.
Queridísima: tu telegrama se encontraba en su corazón
aquella noche. Cuando te escribí aquellas últimas cartas, era presa de absoluta
desesperación. Pensaba que había perdido tu amor y tu estima… como bien
merecía. Tu carta de esta mañana es muy cariñosa, pero estoy esperando la carta
que probablemente escribirías después de enviar el telegrama.
Todavía no me atrevo, querida, a mostrarme familiar contigo,
hasta que no vuelvas a darme permiso. Tengo la sensación de que no debo
hacerlo, a pesar de que tu carta está escrita en tu antiguo tono familiar y
pícaro. Me refiero a cuando hablas de lo que harás, si te desobedesco con
respecto a cierta cuestión.
Voy a aventurarme a decir sólo una cosa. Dices que quieres
que mi hermana te lleve ropa interior. No, querida, por favor. No me gusta que
nadie, ni siquiera una mujer o una niña, vea cosas que te pertenecen. Me
gustaría que fueras más cuidadosa y no dejases ciertas ropas tuyas por ahí,
quiero decir cuando acaban de llegar de la lavandería. Oh, me gustaría que
mantuvieras todas esas cosas ocultas, ocultas, ocultas. Me gustaría que
tuvieses gran cantidad de ropa interior de todas clases, de todo tipo de
colores delicados, guardada, planchada y perfumada.
¡Qué terrible es estar lejos de ti! ¿Has aceptado de nuevo
en tu corazón a tu pobre amante? Voy a estar impaciente por tu carta y, sin
embargo, te agradezco tu cariñoso telegrama.
No me pidas que te escriba una carta larga ahora,
queridísima. Lo que he escrito me ha entristecido un poco. Estoy cansado de
enviarte palabras. Nuestros labios pegados, nuestros brazos entrelazados,
nuestros ojos desfalleciendo en el triste gozo de la posesión me complacerían
más.
Perdoname queridísima. Tenía intención de mostrarme más
reservado. Y, sin embargo, debo añorarte y añorarte y añorarte.
JIM/
2 de diciembre de 1909
44 Fontenoy Street, Dublín.
Querida mía, quizás debo comenzar pidiéndote perdón por la
increíble carta que te escribí anoche. Mientras la escribía tu carta reposaba
junto a mí, y mis ojos estaban fijos, como aún ahora lo están, en cierta
palabra escrita en ella. Hay algo de obsceno y lascivo en el aspecto mismo de
las cartas. También su sonido es como el acto mismo, breve, brutal,
irresistible y diabólico.
Querida, no te ofendas por lo que escribo. Me agradeces el
hermoso nombre que te di. ¡Sí, querida, “mi hermosa flor silvestre de los
setos” es un lindo nombre¡ ¡Mi flor azul oscuro, empapada por la lluvia¡ Como
ves, tengo todavía algo de poeta. También te regalare un hermoso libro: es el
regalo del poeta para la mujer que ama. Pero, a su lado y dentro de este amor
espiritual que siento por ti, hay también una bestia salvaje que explora cada
parte secreta y vergonzosa de él, cada uno de sus actos y olores. Mi amor por
ti me permite rogar al espíritu de la belleza eterna y a la ternura que se
refleja en tus ojos o derribarte debajo de mí, sobre tus suaves senos, y
tomarte por atrás, como un cerdo que monta una puerca, glorificado en la
sincera peste que asciende de tu trasero, glorificado en la descubierta
vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha
y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto.
Esto me permite estallar en lagrimas de piedad y amor por ti
a causa del sonido de algún acorde o cadencia musical o acostarme con la cabeza
en los pies, rabo con rabo, sintiendo tus dedos acariciar y cosquillear mis
testículos o sentirte frotar tu trasero contra mí y tus labios ardientes chupar
mi polla mientras mi cabeza se abre paso entre tus rollizos muslos y mis manos
atraen la acojinada curva de tus nalgas y mi lengua lame vorazmente tu sexo
rojo y espeso. He pensado en ti casi hasta el desfallecimiento al oír mi voz
cantando o murmurando para tu alma la tristeza, la pasión y el misterio de la
vida y al mismo tiempo he pensado en ti haciéndome gestos sucios con los labios
y con la lengua, provocándome con ruidos y caricias obscenas y haciendo delante
de mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo. ¿Te acuerdas del día en que te
alzaste la ropa y me dejaste acostarme debajo de ti para ver cómo lo hacías?
Después quedaste avergonzada hasta para mirarme a los ojos.
¡Eres mía, querida, eres mía¡ Te amo. Todo lo que escribí
arriba es un solo momento o dos de brutal locura. La última gota de semen ha
sido inyectada con dificultad en tu sexo antes que todo termine y mi verdadero
amor hacia ti, el amor de mis versos, el amor de mis ojos, por tus extrañamente
tentadores ojos llega soplando sobre mi alma como un viento de aromas. Mi verga
esta todavía tiesa, caliente y estremecida tras la última, brutal envestida que
te ha dado cuando se oye levantarse un himno tenue, de piadoso y tierno culto
en tu honor, desde los oscuros claustros de mi corazón.
Nora, mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces,
sé mí puta, mí amante, todo lo que quieras (¡mí pequeña pajera amante! ¡mí
putita pichadora!) eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor
azul oscuro empapada por la lluvia.
JIM/
3 de diciembre de 1909
44 Fontenoy Street, Dublín.
Mi querida niñita de las monjas: hay algún estrella muy
cerca de la tierra, pues sigo presa de un ataque de deseo febril y animal. Hoy
a menudo me detenía bruscamente en la calle con una exclamación, siempre que
pensaba en las cartas que te escribí anoche y antenoche. Deben haber parecido
horribles a la fría luz del día. Tal vez te haya desagradado su grosería. Sé
que eres una persona mucho más fina que tu extraño amante y, aunque fuiste tu
misma, tu, niñita calentona, la que escribió primero para decirme que estabas
impaciente porque te culiara, aún así supongo que la salvaje suciedad y
obscenidad de mi respuesta ha superado todos los límites del recato. Cuando he
recibido tu carta urgente esta mañana y he visto lo cariñosa que eres con tu
despreciable Jim, me he sentido avergonzado de lo que escribí. Sin embargo,
ahora la noche, la secreta y pecaminosa noche, ha caído de nuevo sobre el mundo
y vuelvo a estar solo escribiéndote y tu carta vuelve a estar plegada delante
de mí sobre la mesa. No me pidas que me vaya a la cama, querida. Déjame
escribirte, querida.
Como sabes queridísima, nunca uso palabras obscenas al
hablar. Nunca me has oído, ¿verdad?, pronunciar una palabra impropia delante
otras personas. Cuando los hombres de aquí cuentan delante de mí historias
sucias o lascivas, apenas sonrío. Y, sin embargo, tu sabes convertirme en una
bestia. Fuiste tu misma, tu, quien me deslizaste la mano dentro de los
pantalones y me apartaste suavemente la camisa y me tocaste la pinga con tus
largos y cosquilleantes dedos y poco a poco la cogiste entera, gorda y tiesa
como estaba, con la mano y me hiciste una paja despacio hasta que me vine entre
tus dedos, sin dejar de inclinarte sobre mí, ni de mirarme con tus ojos
tranquilos y de santa. También fueron tus labios los primeros que pronunciaron
una palabra obscena. Recuerdo muy bien aquella noche en la cama en Pola.
Cansada de yacer debajo de un hombre, una noche te rasgaste el camisón con
violencia y te subiste encima para cabalgarme desnuda. Te metiste la pinga en el
coño y empezaste a cabalgarme para arriba y para abajo. Tal vez yo no estuviera
suficientemente arrecho, pues recuerdo que te inclinaste hacia mi cara y
murmuraste con ternura: “¡Fuck me, darling!”
Nora querida, me moría todo el día por hacerte uno o dos preguntas.
Permítemelo, querida, pues yo te he contado todo lo que he hecho en mi vida;
así, que puedo preguntarte, a mi vez. No sé si las contestarás. Cuándo esa
persona cuyo corazón deseo vehementemente detener con el tiro de un revólver te
metió la mano o las manos bajo las faldas, ¿se limitó a hacerte cosquillas por
fuera o te metió el dedo o los dedos? Si lo hizo, ¿subieron lo suficiente como
para tocar ese gallito que tienes en el extremo del coño? ¿Te tocó por detrás?
¿Estuvo haciéndote cosquillas mucho tiempo y te viniste? ¿Te pidió que lo
tocaras y lo hiciste? Sino lo tocaste, ¿se vino sobre ti y lo sentiste?
Otras pregunta, Nora. Sé que fui el primer hombre que te
folló, pero, ¿te masturbó un hombre alguna vez? ¿Lo hizo alguna vez aquel
muchacho que te gustaba? Dímelo ahora, Nora, responde a la verdad con la verdad
y a la sinceridad con la sinceridad. Cuando estabas con él de noche en la
oscuridad de noche, ¿no desabrocharon nunca, nunca, tus dedos sus pantalones ni
se deslizaron dentro como ratones? ¿Le hiciste una paja alguna vez, querida,
dime la verdad, a él o a cualquier otro? ¿No sentiste nunca, nunca, nunca la
pinga de un hombre o de un muchacho en tus dedos hasta que me desabrochaste el
pantalón a mí? Si no estás ofendida, no temas decirme la verdad. Querida,
querida esta noche tengo un deseo tan salvaje de tu cuerpo que, si estuvieras
aquí a mi lado y aún cuando me dijeras con tus propios labios que la mitad de
los patanes pelirrojos de la región de Galway te echaron un polvo antes que yo,
aún así correría hasta ti muerto de deseo.
Dios Todopoderoso, ¿qué clase de lenguaje es este que estoy
escribiendo a mi orgullosa reina de ojos azules? ¿Se negará a contestar a mis
groseras e insultantes preguntas? Sé que me arriesgo mucho al escribir así, pero,
si me ama, sentirá que estoy loco de deseo y que debo contarle todo.
Cielo, contéstame. Aun cundo me entere de que tu también
habías pecado, tal vez me sentiría todavía más unido a ti. De todos modos, te
amo. Te he escrito y dicho cosas que mi orgullo nunca me permitiría decir de
nuevo a ninguna mujer.
Mi querida Nora, estoy jadeando de ansia por recibir tus
respuestas a estas sucias cartas mías. Te escribo a las claras, porque ahora
siento que puedo cumplir mi palabra contigo. No te enfades, querida, querida,
Nora, mi florecilla silvestre de los setos. Amo tu cuerpo, lo añora, sueño con
él.
Háblenme queridos labios que he besado con lágrimas. Si
estas porquerías que he escrito te ofenden, hazme recuperar el juicio otra vez
con un latigazo, como has hecho antes. ¡Qué Dios me ayude!
Te amo Nora, y parece que también esto es parte de mi amor.
¡Perdóname! ¡Perdóname!
JIM/
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